viernes, 2 de octubre de 2009

LA EXPERIENCIA CON EL "LAND-ART"


En los últimos tiempos el arte ha acogido en su seno (amplísimo y arbitrario) corrientes de todo tipo. Muchas de esas corrientes han resultado borrascas de creatividad y otras han caído en la mera anécdota, más valiosas por la propuesta que por sus resultados. Estamos hartos eso de oir que el arte ha de ser reflexión y concienciación de la vida que nos ha tocado vivir, un ensayo perenne sobre la Existencia (la grande, la que requiere mayúsculas por su desconocimiento), y de ello se nutren esos creadores de tendencias.
Alguien me dijo una vez que las mejores obras se realizan los primeros años de cada década, ignoro si eso es cierto, lo que está claro es que esa especie de “comienzo de curso” lleva a muchos artistas (término que ha perdido su significado) a replantearse formas y modos de representación.
Y llegamos al Land-Art. Una corriente que no es tal (¿cuantas corrientes juegan “a no ser corriente”?) y no tiene seguidores destacados. Quizás siempre se hable de Walter de Maria como acuñador del término, pero poco más. De hecho la idea del Land-Art es dejar una huella caduca en la propia naturaleza, algo que se pierde al caer en el revelado fotográfico, uno de las perversiones del hábitat de la propia naturaleza. Y digo caduca porque es la propia naturaleza la que se encarga de finiquitar la “supuesta obra”.
¿Merece el calificativo de obra de arte lo que hacen los integrantes de Land-Art? No voy a ser yo quién conteste aquí, si bien diré que como obra es bonita de ver. Aún cuando se hace desde esa región artificial que es la fotografía, desde ese lugar del que no ha sido llamado y para el cual no ha sido pensado, aunque sea su mejor conservador.

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